¿Tu hijo acaba de nacer y ya quieres comprarle una PlayStation? ¿Te planteas ponerle un control parental en la Switch a tu hija pero el lado punk de tu cerebro se siente culpable por ello? Entra y acomódate. No estás solo.
“Papi, me he gastado 500 euros en Roblox.”
Antes de nada: bienvenido a 2020. Olvida todo el saber sobre videojuegos que atesoraste durante aquellas tardes de Super Nintendo y Nocilla. Las cosas han cambiado tanto que, por muy al día que estés, los primeros compases de tu retoño en el mundo videojueguil van a estar cargados de sorpresas.
Para empezar, lo más seguro es que el primer juego que conquiste el corazón de tu hijo sea gratis. ¿Recuerdas aquella tarde en que tus padres pusieron en tus manos temblorosas —4.900 pesetas mediante— el primer cartucho de Sonic the Edgehog? Pues olvídate de eso. Lo que va a suceder es que, cualquier día, tu hijo de cuatro años señalará con el dedito la pantalla del móvil y te preguntará: “¿Papí, puedo bajarme este juego?”
Steve es el personaje de inicio en Minecraft. Al principio, todos los jugadores son Steve, que luego evoluciona a medida que los niños invierten horas en su pers0nalización.
Le echarás un vistazo a la descripción: “Juego de mundo abierto en el que los niños pueden jugar, experimentar y construir cualquier cosa. Únete ya a una comunidad vibrante de millones de jugadores. Precio: gratis”. “Vaya, qué bien”, pensarás. Y eso será todo. Tu hijo se marchará tan contento con el móvil y tú te sentirás un padre enrollado y contemporáneo.
El maravilloso mundo de las compras in-app
Mi hija tiene ocho años y es una auténtica friki de los videojuegos. Nunca le he puesto muchos límites ni establecido controles parentales. Se trata de algo que disfruta de verdad, no sólo jugando. También se comunica con otros niños en inglés, dibuja a sus personajes preferidos, hace vídeos que después comparte en TikTok y, en general, creo que hace un uso bastante creativo y aprovechable de la tecnología..,
Pienso que hemos encontrado un equilibrio entre su pasión (que me niego a cohibir), su correcto desarrollo como individuo y mi salud mental.
Nuestro trato se basa en la responsabilidad. Ella puede jugar cuándo quiera, pero sabe que también tiene que hacer los deberes. Por ejemplo. O que a la mesa nos sentamos a comer y a la cama vamos a dormir y eso es incompatible con apasionados gritos que pegan sus youtubers favoritos cuando comparten las partidas. Pienso que hemos encontrado un equilibrio entre su pasión (que me niego a cohibir), su correcto desarrollo como individuo y mi salud mental.
Y lo sigo pensando, a pesar de que, hace menos de un mes, me llegaron 5 cargos de 92 euros a la tarjeta por compras en Google Play. Debo hacer un inciso y confesaros algo: cuando le regalé la tablet, tuve que meter mi tarjeta para configurarla y después no la retiré. ¿Por qué? Seguramente porque soy un iluso. Pero también porque pensé que mantener la tarjeta en la tablet y advertirle a mi hija de que, si quería comprar algo en algún juego, debía pedirme permiso antes, supondría un buen ejercicio de responsabilidad para ella.
El caso es que, durante meses, fue así. Yo estaba tan tranquilo, ella se acercaba y decía: “Papi, ¿puedo comprarme un traje de un euro?” Y la verdad es que a mí esta dinámica me parecía cuqui y económica, sobre todo teniendo en cuenta la ilusión que le hacía cada vez que le daba permiso y pulsaba el botón de comprar en el juego. Y todo por un euro de vez en cuando.
Pero ahí estaba la trampa. Todo era tan obvio. Le dan al niño algo enorme: la promesa de ser cualquier cosa que quiera ser en un mundo que sólo existe para él. ¿Qué niño puede resistirse? Pero ahora queda convencer a los padres. Y qué mejor modo que hacer que el juego sea gratis. Y ahí tienes el resultado de la estrategia: un niño inmerso durante horas en un juego de construcción con un enorme botón en la esquina derecha que dice “Ir a la tienda”.
Mi consejo es éste: jugad con vuestros hijos
Me acerqué sigiloso hacia su habitación y me quedé junto a la puerta entreabierta: allí estaba ella, sentada en la cama, leyendo un libro (sí, también lee libros) y cara de no haber roto un plato en su vida. Entré y me senté junto a ella. Le di un beso en la frente y me quedé obervándola. Como padre millennial, intento resolver los conflictos con paciencia y sutileza.
De modo que la miré fijamente y dije: “Alicia, cariño, ¿te has gastado 500 € en un puñetero juego online? Y al igual que en esos dibujos animados japoneses en que los ojos del protagonista comienzan a temblar y un velo gris de culpa se cierne sobre sus mejillas, mi hija reconoció —previo sofocón— que sí, que lo había hecho.
Y que no sabía por qué lo había hecho. Que sabía que estaba mal, pero aún así lo hizo. Que quería piezas de construcción que sólo pueden conseguirse así. Que nunca volvería a hacerlo sin permiso. Que, por favor, la perdonara. Que no me enfadara.
Debo confesar que sí, que me enfadé bastante. Me enfadé con ella por haber hecho algo mal a sabiendas, peo también conmigo mismo por haberle traspasado una responsabilidad que ella aún no era capaz de asumir. También me enfadé con el mundo, pero al poco pensé que eso no tenía demasiado sentido: éste es el mundo en que han nacido nuestros hijos. No tiene nada que ver con el que conocimos nosotros. Los riesgos son nuevos, y nuestro deber es acompañar a nuestros hijos para que aprendan a gestionarlos.
Aquella tarde, tras el temporal, mi hija y yo acabamos cenando juntos en el sofá. Antes de eso, nos dimos unos buenos abrazos. No tiene mucho sentido mortificar a un hijo, por mucho que la cague. Después pusimos una peli y empezamos a verla. Al poco, se volvió hacia mí y dijo: “Papi, ¿de verdad me vas a castigar sin tablet?”. Yo respondí: “Sí, hasta que acabes la universidad”.
Ella asintió muy seria y se quedó en silencio, Se giró de nuevo hacia mí: “Papi, ¿puedo enseñarte algo antes de que me la quites?” “Sí”, respondí, “¿qué quieres enseñarme?”
Me puso la tablet frente a los ojos e inició su juego de mundo abierto preferido.
“Todo lo que he construido”.